La tercera «hornada» de cardenales del Papa Francisco confirma un perfil de purpurado que enlaza, de modo refrescante, con los primeros tiempos del cristianismo. No cuenta la categoría de la diócesis, la nacionalidad ni la carrera –criterios que los italianos utilizaban para crear sus cordadas-, sino la valía personal.
Los nuevos cardenales de Francisco responden al perfil de los primeros apóstoles, incluyendo un abanico de héroes y mártires, y a los criterios de universalidad y ejemplaridad. Entre los 13 nuevos cardenales electores figuran cuatro arzobispos muy valiosos de lugares remotos como Isla Mauricio, Papúa-Nueva Guinea, Bangla Desh o la República Centroafricana, que jamás hubieran hecho carrera eclesiástica en un sistema lastrado por más de un siglo de maniobras envolventes italianas.
Cuentan las personas
Si los arzobispos de lugares remotos confirman la universalidad de la Iglesia y la atención a las «periferias», los tres arzobispos de ciudades importantes como Madrid, Bruselas y Chicago, subrayan que lo decisivo es la persona, más que el tamaño de la ciudad. La lista anunciada ayer por el Papa confirma el adiós definitivo al concepto de «sedes cardenalicias», utilizada por los italianos para dar el salto al cardenalato desde ciudades como Florencia, Bolonia o Venecia, que fueron importantes en la vida de la Iglesia pero ya no lo son.
El único italiano entre los nuevos cardenales es el nuncio en Damasco, Mario Zenari, que ha sido escogido por estar al servicio «de la amada y martirizada Siria». Es un gesto muy elocuente nombrar cardenal a un nuncio que va a continuar en su país de destino».
Un sacerdote albanés
Pero el gesto más emocionante de esta hornada ha sido el nombramiento como cardenal de un sacerdote albanés, Ernest Simoni Troshani, que pasó 27 años condenado a trabajos forzados en una cantera y en las minas de Spac, un nombre que produce escalofríos a quienes conocieron la tiranía comunista de Enver Hox.
Don Ernesto había sido uno de los fieles albaneses escogidos para hablar ante el Papa en el encuentro con los católicos de Tirana durante el viaje de 2014. Relató su caso prácticamente en tercera persona, casi como si no fuese él quien celebraba la misa de memoria en latín y daba la comunión a otros prisioneros. Pero era un testimonio ejemplar de valentía y ausencia total de odio a sus perseguidores.
Al final, el sacerdote de 86 años se arrodilló ante el Papa. Francisco lo levantó, le abrazó y le besó las manos mientras lloraba y se secaba disimuladamente las lágrimas para que nadie lo notase.
Ahora le impone la birreta púrpura. Como tiene más de 80 años, no puede entrar en cónclave ni ejercer ningún cargo de gobierno en la Curia vaticana. Pero hace algo más importante. Dar ejemplo de caridad y recordar el perfil heroico de los primeros cristianos.